Los países se reinventan en los exilios. Más aún, los motivos bélicos o políticos que obligaron a dejarlos, los recrean como símbolos entre épicos y dolorosos; mesas de café de españoles, argentinos o salvadoreños reconstruyen plazas, carreteras, mares y callejones vibrantes de pugnas; las guerras viajan junto con quienes huyen de ellas y se convierten en la ansiedad con la que despiertan y duermen.
El desmembramiento de Yugoslavia, y la guerra civil y de exterminio racial que siguió, representa la última guerra del siglo XX, magnificada por el uso de las nuevas tecnologías, que hicieron ver en tiempo real cómo ocurría el salvajismo de las batallas. Los exiliados de esta barbarie reprodujeron los odios de raza y religiones en otros territorios. A esta confrontación alude la película de la uruguaya Diana Cardozo, La Guerra de Manuela Jankovic.
Manuela (una Karina Gidi en total estado de gracia) trabaja como mesera, cuida a su abuela serbia y sobrevive en un México noventero que se finge triunfador pero guarda en sus entrañas las contradicciones e inestabilidades que estallarán en la crisis del 94. En el momento que inicia la guerra en los Balcanes, Manuela se ve obligada a participar de aquella zozobra, aun a miles de kilómetros de distancia. Entre los recuerdos y la paranoia de la abuela Lazla (Mima Vukovic), la presencia fantasmal de un abuelo adepto a Tito, y el patrón croata Rogelio (José Caballero), que hace del sarcasmo la forma de resonar el conflicto yugoslavo en el interior de su propio negocio, Manuela debe explorar las posibilidades y los conflictos de su identidad.
Es una película de humedades y ruinas. Los espacios donde Manuela, Lazla y Rogelio viven su guerra, semeja por su decadencia aquellos otros sitios de Croacia y Serbia en los que ocurren los verdaderos conflictos. La Gran Historia de Europa se traduce en un miserable guiñol de vecindad chilanga, donde la marginación de los personajes parecería expiación por el desmembramiento y el odio que ocurre en la Europa Oriental.
La guerra de Manuela Jankovic también es una educación sentimental tardía, representada por la accidentada historia de amor entre Manuela y Luis (Carlos Corona). Los tímidos escarceos tampoco pueden evitar que la guerra los incomode, y esta frustración acaso da la resolución de Manuela, la imposibilidad de no ser un ente histórico, aun cuando la Historia ocurre lejos de ella: el exilio no permite escapar del país inventado, su masacre y su devastación también se reproduce en las pequeñas acciones de sus migrantes. La resolución de Manuela adquiere características universales cuando debe renunciar a su identidad inmediata para formar parte del legado -idiosincracia, le dicen- en el que se inscribe su región, su país.
Entre la tragedia y ciertos momentos para un humor sórdido y destemplado, La guerra de Manuela Jankovic se presenta como una película extraña y sugerente en el cine mexicano. Entre el miserabilismo de Ripstein y los minimalismos estupefactos de Reygadas, Escalante, Eimbcke; la película logra salir avante por su buen cuadro de actores y una cámara poco complaciente, que sabe agregar un tono estancado y angustiante en los conflictos lejanos y reales de los personajes.