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, septiembre 24, 2014Está más fácil entender a Cantinflas (Del Amo, 14) si se piensa como una fiesta de disfraces. Tómese la secuencia de la manifestación en el Palacio de Bellas Artes. Filmada al estilo de los noticieros cinematográficos de los cincuenta, como Tele Revista o Cine-Verdad, muestra la marcha de estrellas de la Época de Oro del Cine Mexicano contra el cacicazgo sindical del líder charro Salvador Carrillo. Mario Moreno (que no Cantinflas) encabeza la protesta, a la que se unen personalidades como Miroslava, Emilio El Indio Fernández, Tito Guízar, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Gloria Marín, Jorge Negrete o María Félix, entre otros; es decir, la crema y nata, el mismo Olimpo del celuloide nacional. Pero la ilustración de estas personalidades semeja más una nota chacotera de la revista Chilango, en la que un puñado de actores condechis se toma fotos increíbles haciéndole como si fueran las glorias aquellas. La clave está en el hacerle como si fuera: la biopic de Cantinflas es como si se tomara a un personaje complejo -de los más complejos de la cinematografía mexicana- y se le acomodara a ciertas necesidades: taquilleras, de consumo norteamericano, políticas y redentoras.
Hay tantos Cantinflas como el siglo XX mexicano necesitó: el fundacional, peladito de expresión oblicua y corporalidad sinuosa, que parecía resbalar de los obstáculos, fueran policías, políticos, ricachos o casamenteras; el Cantinflas de oficios variopintos: bombero, policía, cura, maestro, barrendero, asimilado a lo que el milagro mexicano requería para consolidar sus instituciones; un Cantinflas moralino que en el mensaje entreverado adoctrina a quienes antes alebrestó; uno más de caricatura que tropieza con sus pantalones caídos mientras lleva a los niños a conocer egipcios y aztecas. La habilidad del personaje Cantinflas es que puede mutar hacia cualquier necesidad institucional, y que del mismo modo que su lenguaje entreverado, puede significar cualquier cosa o nada. Cantinflas no es sustancia, es un molde que se adapta a las necesidades simbólicas, mercadotécnicas o aspiracionales de quien lo requiere. Por eso no debe extrañar que haya sido el comodín funcional populachero del viejo priismo (el nuevo preferiría personajes del showbizz contemporáneos como Luis Miguel o Enrique Peña Nieto), ni que se le rescate en este momento tan propicio de reformas estructurales, publirreportajes de prestigio internacional o inauguración de la Plaza Mayor del país como estacionamiento de ricachos -y ahí el Cantinflas VieneViene provocaría choques de vagonetas blindadas para la jocosidad del pueblo justiciero.
Del Amo ha sido hábil con los pastiches. Su primera película, El fantástico mundo de Juan Orol (12) es una biopic-homenaje exitosa en tanto imita el estilo, absurdo y atrabancado, del director gallego-cubano-mexicano. Aquí los errores resultan aciertos y la ligereza argumental se aplaude como estética oroliana. Las necesidades no son las mismas en Cantinflas, pues pese a ser un personaje que hace del error y el tropiezo su virtud, pertenece a un universo más intrincado que el de la ingenuidad oroliana. Cantinflas es todo, menos torpeza. Incluso se hubiera agradecido la descripción de un artista-personaje más retorcido, que detrás de la agudeza del pelado tiene a Mario Moreno, un estratega de los medios, los símbolos y el poder, quien logra levantar un emporio alrededor de una figura tan apreciable como digna de desconfianza. El Cantinflas de los años treinta engaña a los policías, las novias y los jueces; el Cantinflas de los sesenta engaña a la clase popular a la que pertenece; la fascinación del personaje estaría en desentrañar que hay detrás de este garigoleo de personalidades y discursos. Del Amo no se mete en problemas: desarrolla la vida autorizada del mimo talentoso y el actor apasionado, con los defectos propios del creador que descuida su vida personal por concentrarse en su arte, y que se reivindica al participar en una película norteamericana. Según la fábula propuesta por Del Amo, esto significaría el triunfo al estilo gringo, con la recuperación de la pasión primigenia -¡filma La vuelta al mundo en 80 días como si hiciera su primera actuación en las carpas!- en una producción internacional, o la reafirmación patriotera al ganarle el Globo de Oro a Marlon Brando y burlarse con media sonrisa de superioridad arrabalera (aunque la película bien se cuidó de no contar el fracaso de la siguiente película norteamericana de Mario Moreno, Pepe, que probablemente habrá regresado al actor internacional a su modesto ámbito mexicano, en el que nunca dejaría de estar seguro).
A esta elección previsible de cómo contar la historia se agrega una producción que, pese a su alto costo (40 millones de pesos), no se refleja en la pantalla: escenografías y ambientaciones de cartón-piedra, caracterizaciones de los personajes históricos ridículas, que convierten a la mentada Época de Oro en un sketch de barra cómica de Televisa; el famoso reto actoral de Óscar Jaeneda, que supo cumplir en la forma, dejó debiendo en sustancia, quizá porque no tuvo un guión que le permitiera crecer los dilemas de Mario Moreno y su Cantinflas.
Pero si se piensa con sorna, Cantinflas también es una película adecuada a las necesidades del Mexiquito peñanietista: un país de cartón-piedra que preferiría no complicarse en la evidencia de la crisis económica, de la depresión anímica ante la falta de opciones políticas y de desarrollo, en el que los negocios de los poderosos son cosa ajena a los ciudadanos comunes. En este contexto es mejor tener cuentos de hadas que enredarse con testimonios acres de la realidad. Cantinflas cumple con estas necesidades fantásticas, e incluso su concurso por un Oscar parecería coronar la ilusión de una película que se ve bonita, en la que su actor principal cumple con una imitación apreciable, pero que se limita a fiestas de disfraces y situaciones que, en su afán humorístico, dejan de lado cualquier indagación real. Trampa cantinflesca que promoverá sonrisas pero no certezas. Quizá, como el mismo Mario Moreno Cantinflas lo hubiera diseñado. Y justo ahí está el detalle. ¿O cómo lo ven, chatos?